miércoles, 8 de septiembre de 2010

QUE NO ME RAYES

Cuando tenía unos cuatro años y ya todos mis mayores habían asumido que la niña era un poco atípica y no le gustaba jugar con juguetes como a los demás niños, decidieron que ya tenía edad suficiente para dar un gran paso. Y entonces dejé de ser una simple mirona en el espectáculo casi diario de sacar los vinilos de mi padre (y algunos que orgullosamente proclamaba como míos, ya que en algún berrinche había conseguido que me los compraran en El Corte Inglés, siendo mi favorita la obra del Septimino de Beethoven), de pasarles la gamuza para quitarles el polvo, de aquella súplica "por favor, Papá, déjame ponerlo yo en el plato"... Y llegó el gran día en que por fin, yo sola, pude poner la aguja. Porque ya desde bien pequeña sabía que los discos de vinilo se rayan, y si se rayan la aguja salta sobre el surco rayado una y otra vez, miles y miles de veces, repitiendo la misma frase, la misma nota, hasta que te levantas y mueves ligeramente el cabezal. Y claro, eso hace que el disco de vinilo se estropee, porque eso no se puede reparar: cuando los fabrican, les hacen los surcos una vez, sólo una, para que sean así durante muchos, muchos años, para que se puedan oír siempre las mismas canciones.

Esta tarde, unos cuantos años más tarde, y pensando en aquellos días en los que tanto cuidado puse en no rayar los vinilos, he pensado: "joder, y cuánto, ¡¡¡cuánto me alegro de que los discos se puedan rayar, y rayar sobre las rayas, y hacer dibujitos encima, y pisotearlos, y romperlos en dos, en cuatro, en quince trozos, machacarlos en el mortero!!!".

Eso sí, juro que nunca lo haré con mis vinilos de verdad. Y algún día el amarillo del Sergeant Pepper's de mi tío será mío en cualquier descuido...

Otros blogs a visitar