lunes, 17 de marzo de 2008

EN EL CATÓN DE BABA

Algunas tardes de sábado, cuando ya casi estaba oscuro, llamábamos al telefonillo. Como nunca cabíamos todos en la caja de cerillas que allí llaman ascensor, los niños jugábamos a subir corriendo los cinco pisos, con lo que cuando la abuela Abi nos esperaba en la puerta, ya estábamos sin aliento.

A veces no podíamos armar bulla al entrar en la casa. Si el abuelo Baba estaba echándose la siesta no se nos permitía pasar. Pero si ya era una hora prudencial, podíamos abrir lentamente la puerta y asomarnos. Junto a la ventana, en el catón de Baba, había un sillón orejero donde dormía su siesta, hacía sus crucigramas o escuchaba su música. Siempre llevábamos en el cuerpo esa excitación que casi rayaba el miedo de que nos mirara de repente, como hacía cuando jugábamos al Milano y "estaba vivo", y te tocaba ser Mariquiya la de Atrás y mirar, y Baba salía corriendo detrás de nosotros con la escoba en la mano. Esa mirada súbita, con los ojos muy abiertos, y esa sonrisa pícara que quería decir "voy a por ti". La mayoría de las veces eso no pasaba en su catón porque estaba relajado, y entonces te explicaba qué músico estaba escuchando en ese momento, te ponía una cinta, te sentaba en sus rodillas y a la luz de la ventana te contaba el cuento de Estrellita y Rabo de Zorra, o te cantaba la canción del Rey Midas y de nuevo te entraban los nervios de las cosquillas inminentes.

Baba regaba los árboles en Las Rozas en verano todas las tardes, vestido con su bañador y sus zapatillas Victoria azul marino. Siempre se pegaba un chapuzón en la piscina, y como él nos decía, "vosotros sois bombitas, y el abuelo es un bombón", y de la plancha que hacía casi se salía toda el agua de la piscina.

Fue Baba quien me regaló al conejito Auroro cuando cumplí un año y era un ser rollizo vestido con un gorro rojo, sentada en el coche de plástico de Daniel, y miraba con fascinación cómo Baba sacaba al conejito rosa del envoltorio de plástico. No es que tenga memoria, es que me lo han recordado en forma de super8. Pero sí tengo la dolorosa memoria de que quien me pinchaba la penicilina en el culo era Baba. No le tengo rencor a él, pero sí a la colcha de flores sobre la que me tumbaba boca abajo.

Conservo mil recuerdos, conservo la manta de su cama, conservo una de las estanterías en las que estaban sus cintas de música, conservo sus canciones. Siempre conservo su voz, su acento gaditano, sus gafas, su bigote, el orgullo de compartir con él el mes de cumpleaños y cómo jugábamos a convertirnos en hombres-lobo cuando había luna llena.

Para mi abuelito, "ese pobre ancianito".

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